martes, 24 de febrero de 2009

Un 15 de febrero cualquiera...

De repente, una especie de dos relámpagos se asomó por la ventana de su piso, visto desde la calle. Y allí estaba yo, un 15 de febrero de un año que ahora mismo no me acuerdo, con una arma con silenciador cogida de la culata, caliente de las dos balas que salieron de su cañon.

La tarta de cumpleaños, aun sin empezar, estaba decorada con dos velas en forma de dos, rojas, con la mecha encendida y aun sin soplar, en una pequeña mesa al final de la cama, donde el cuerpo estaba tendido y sangrando muy lentamente, mojando de rojo las sabanas blancas.

Decidí salir de la escena del crimen, pero en el mismo momento que cogí el pomo de la puerta principal empezó a sonar su móvil. Fui a mirar quien era. En la pantalla ponia “Casa”. Supongo que seria su pobre madre, la cual estaba trabajando todo el santo día sin descanso porque su marido, el cual se encuentra paralítico en una silla de ruedas por un accidente de coche y con una baja para el resto de su vida; se acordó del cumpleaños de su hijo a eso de las doce de la noche, y ella, con gran culpabilidad de no haberle llamado la primera o de haberse acercado a su casa para felicitarle el peor día de su vida: el día que llegó a este mundo.

Finalmente salí del piso. Metí la arma en el maletín. Bajando las escaleras me topé al portero, recogiendo las bolsas de basura que cubría la parte interior de sus cubos. “Buenas noches” me dijo de una forma amable, yo le respondí de la misma forma.

Llamé a un taxi por el móvil mientras iba al bar de al lado, que aun se encontraba abierto, a comprar un paquete de tabaco de una marca que nunca me acuerdo. Solo sé que el paquete es rojo.

A los cinco minutos, cuando salía del bar, allí se encontraba el taxista, dándole la vuelta al cartel verde de “disponible” al rojo de “ocupado”. No se porque, pero toda la noche, en vez de resaltar el color negro de la nocturnidad, me resaltaba el rojo: rojo de las velas, rojo de la sangre, el paquete de tabaco de color rojo y el rojo de “ocupado”. He asesinado a muchos pero esa noche parecía mi primera vez.

- ¿A dónde le llevó, caballero? – me decía de una forma simpática el taxista.
- A la calle Gran Capitán, por favor – le contesté.

Reinició su contador y puso en marcha el vehiculo. El viaje en taxi me saldría por unos 20 euros, ya que nos encontrábamos en las afueras de la ciudad y yo vivo en pleno centro de la misma.

Camino a casa, nos topamos con un semáforo que se encontraba en rojo. Era uno de esos que solo sirven para que los peatones crucen de un lado a otro de la calle, sin mediar ni una intersección o una simple vía de tren. En el mismo, mientras el taxista se encendía un cigarro y se disponía a fumárselo, una pareja de perros abandonados empezaron a cruzar la carretera. En ese momento, mientras la pareja se encontraba en plena vía, el semáforo se puso en verde. El taxista puso en marcha el coche y dándole un poco de prisa a los mismos. Es curioso como el taxista en ningún momento se separa de su papel como taxista. A las tres de la tarde entiendo que tenga algo de prisa, es hora punta para ellos, unos salen del trabajo, otros entrar a trabajar, otros salen a comer…pero desde que me subí al taxi hasta ese mismo paso de peatones no le sonó en ningun momento la emisora para recoger a alguien. ¿Por qué tanta prisa? El tiempo va a pasar igual de lento que sin prisa.

- Dichosos perros. Se cruzan en el momento menos oportuno – decía el taxista refunfuñando.
- Pare, por favor. Déjelos que cruce tranquilamente.

En todo el momento observé a los perros. Iban con un paso lento, con cara de haberlos dejado abandonado en un descampado cualquiera y sin orientación, llegar a ese lugar, a un lugar raro para ellos, donde la gente tiene prisa, donde no hay libertad y donde no hay gatos que seguir. Pero con lo que mas me quedé fue con su paso, un paso sin pasar, vago, lento y sus caras, caras con señales de tristeza, pena y hambre.

- ¿Sigo? No es por nada, pero el contador sigue para adelante – me decía señalando ese contador sobre el espejo retrovisor y con cigarro en boca.
- No se preocupe, le pagaré. No viene ningún coche por detrás. Puede esperar – le contesté.
- No se porque, pero por la noche me encuentro los mas raros…

La pareja de perros, uno era un galgo, y otro con mucho pelo de un color marrón claro, casi para blanco, llegaron a la acera y siguieron ese paso lento y triste, hasta la primera calle que cortaba la avenida principal. Allí siguieron a la acera por donde caminaban y los perdí de vista.

- ¿Ya? – me decía el taxista.
- Si, siga.

Llegamos a mi casa. El viaje al final me salio por 23 euros, casi acierto. Se los pague en un billete de veinte y otro de cinco.

- Quédese con el cambio – le dije.

Se marchó. Abrí la puerta de mi casa, un duplex en pleno centro de la ciudad. Las llaves las dejé sobre el cenicero que tenía en la entrada y me quite la chaqueta que dejé colgada en el perchero. Entré en el comedor y encendí la tele. Era las una y media de la noche.

Aun pensaba en ese chico, tan joven, que aun sin cumplir los veintidós años, en el borde la cama, esperando a que alguien llegara para asesinarle y sin aun recibir la llamada de su pobre familia. Ahí que tener bastante sangre fria estar sentado en la cama esperando su muerte. Fui a la cocina y cogí una cerveza. Me la abrí y me fui nuevamente al comedor. Me senté en el sofá. En la tele, mientras salía una tertulia discutiendo sobre el nuevo novio de una modelo y diciendo si eran la pareja del año, interrumpieron el programa para dar una noticia de última hora: Un chico apareció asesinado con dos balazos en la frente.

Mientras la reportera que se encontraba entrevistando al portero en directo aun con las dos bolsas de basura en mano, sin tirarlas al contenedor, decidí no ver las noticias, apagué el televisor y me levanté del sofá con cerveza en mano.

Me asomé a la ventana, donde se escuchaba un poco de jaleo. Allí había un coche blanco, un Renault 19, parado en mitad de la vía, con los cuatro intermitentes puestos y saliendo del coche. En el morro del mismo, los dos perros fueron atropellados. Murieron en el acto lo mas seguro. El señor, apenado porque se le había roto el faro derecho y un pequeño bollo, quito a los perros con una pala que llevaba en el maletero y los echó a un lado del arcén.

Cuando veo que un animal ha sido ahorcado por un cobarde de la caza o una niña va a perder su vida por un cáncer terminal con solo cinco años, pienso: “El ser humano se lo merece”.
Mañana, a primera hora, enterraré a esos dos perros en el parque de la avenida principa

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